viernes, 18 de abril de 2008

Un día normal




Cada vez que podía pasaba por la acera de enfrente al colegio al que iba todos los lunes y miércoles a estudiar, así era él, tenía que hacer esa especie de tontería inevitable. No importaba, realmente no importaba las excusas que tuviera que poner, los kilómetros que necesitara recorrer o las sensaciones que dejara entre los que advirtieran sus maniobras porque estaba todo perfectamente urdido.

Un día cualquiera uno de repente sentía que tuvo poco, que con sus afelpados documentos oníricos no tenía bastante ya, y precisaba de refrescar sus pensamientos permanentes de sus cosas con un nuevo regalo para sus sentidos, algo que se agradecería debidamente por retina, por tímpano, por yunque, por martillo, por estribo y que debía ser un paso más para acercarse desde uno mismo sin moverse de donde estaba a ese preciso rincón de tu almohada, tener tu mano más cerca, que tengas más cerca mi mano, sentir que así es.


Entonces allí parado, o no totalmente parado por aquello de que aún había gente por allí y no se quería parecer tonto por completo, esperaba con ansia y gran concentración el momento en que se hiciera la luz, en que cruzara la pasarela, pareciera que hasta el canto de los pájaros que no había, el rugir de motores de coches que no pasaron, la luz de las farolas que allí no alumbraban le hacían el pasillo, se echaban a un lado, le tendían la alfombra roja para que ella la pisara con inocencia, con toda la inconsciente naturalidad de quien pareciera ser la única en no conocer la ceremonia, o tal vez sería que era él el único en advertirla.

En cualquier modo, ese era el momento del relámpago, la señal que había esperado pacientemente impaciente, no tenía ya tiempo de pensar, ni siquiera de arrepentirse, era muy sencillo en realidad, toda la labor era pasar, sí sólo eso seguir la acera hacia adelante midiendo, eso sí, el ritmo para no llegar tan tarde que se fuera ni tan pronto que me fuera yo. Y ahora sí cruzar por su lado, pasar por delante, ese pequeño instante tan grande para él, ese momento de volver tu mirada hacia la suya y sentir que te vio y puso cara de asombro, pero asombro contento, no asombro asustado, ni contrariado, ni enojado, ni de ningún otro tipo y entonces él poner cara como de ¿hombre, pero cómo tú por aquí?, y levantar su mano a través de la luna de su coche y él corresponderle de igual modo, y regalarme su sonrisa y sus astros y por un solo instante, antes de con tristeza y alegría tener que volver a mirar hacia adelante mientras oía el sonido del motor que la llevaba de a poco a su destino, y seguir su rastro hasta perderlo como a una estrella fugaz, para quizás por última vez, quién sabe, quién puede saber, ver el cielo estrellado entre cristales y moléculas de aire, qué dulce constelación.




El Puerto de Santa María, a 18 de Abril de 2008.



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