miércoles, 23 de abril de 2008

¿Encontraría a la Maga?


DEL LADO DE ALLÁ

¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo
por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y
olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada
se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces
detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la
calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la
Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual
era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la
misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el
tubo de dentífrico.
Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se
asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con
una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el boulevard
de Sébastopol. De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba.
Ahora la Maga no estaba en mi camino, y aunque conocíamos nuestros
domicilios, cada hueco de nuestras dos habitaciones de falsos estudiantes en
París, cada tarjeta postal abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max
Ernst contra las molduras baratas y los papeles chillones, aun así no nos
buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el puente, en la
terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato en cualquier
patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos
para encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba como un
silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse
tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Justamente un paraguas,
Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en un
barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo. Lo tiramos porque
lo habías encontrado en la Place de la Concorde, ya un poco roto, y lo usaste
muchísimo, sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el metro y en
los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando en pájaros pintos o en un
dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche, y aquella tarde cayó un
chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuando entrábamos en el
parque, y en tu mano se armó una catástrofe de relámpagos fríos y nubes negras,
jirones de tela destrozada cayendo entre destellos de varillas desencajadas, y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas
encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no podía entrar
en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de la vereda; entonces yo lo
arrollé lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto del parque, cerca del puentecito
sobre el ferrocarril, y desde allí lo tiré con todas mis fuerzas al fondo de la
barranca de césped mojado mientras vos proferías un grito donde vagamente
creí reconocer una imprecación de walkyria. Y en el fondo del barranco se
hundió como un barco que sucumbe al agua verde, al agua verde y procelosa, a
la mer qui est plus félonesse en été qu’en hiver, a la ola pérfida, Maga, según
enumeraciones que detallamos largo rato, enamorados de Joinville y del parque,
abrazados y semejantes a árboles mojados o a actores de cine de alguna pésima
película húngara. Y quedó entre el pasto, mínimo y negro, como un insecto
pisoteado. Y no se movía, ninguno de sus resortes se estiraba como antes.
Terminado. Se acabó. Oh Maga, y no estábamos contentos.
¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts? Me parece que ese jueves de
diciembre tenía pensado cruzar a la orilla derecha y beber vino en el cafecito de
la rue des Lombards donde madame Léonie me mira la palma de la mano y me
anuncia viajes y sorpresas. Nunca te llevé a que madame Léonie te mirara la
palma de la mano, a lo mejor tuve miedo de que leyera en tu mano alguna
verdad sobre mí, porque fuiste siempre un espejo terrible, una espantosa
máquina de repeticiones, y lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de
pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas
verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y
despedidas y tickets de metro.

Julio Cortázar - Rayuela


Hoy, como ayer, me veo con ganas de sumarme a esos festejos o celebraciones en las que la gente participa más por la inercia de la tradición que te hace sentir un poco como obligado, en este caso a comprar un libro o una rosa, o todavía mejor, las dos cosas, ¿por qué no?
Y en un día en el que se trata en cierto modo de una fiesta del libro, de las palabras, de la literatura, de la cultura, a mi no se me ocurrió nada mejor que usar las líneas con las que mi querido y admirado y cada vez más Julio Cortázar se decidió a iniciar esta enorme rapsodia alegórica, tan suave, tan dulce, tan magistralmente. No publiqué todo el capítulo porque pensé que iba a resultar un poco largo pero en serio, no les descubro nada si les digo que merece la pena seguir rociándose de esta fragancia de sentimientos como de habano, mate, jazz y agua de rosas.
Disfrútenlo no merecen otra cosa.

PD: No puedo dejar de acordarme en un día como hoy de William Shakespeare y sobre todo de Miguel de Cervantes, aunque sólo sea por haberme iniciado en este fascinante mundo de la literatura con su Quijote, y por un patriotismo justificado, es que soy español saben.
Y ahora que me acuerdo quiero acordarme también, de una profesora de literatura que un día tuve y que me descubrió sin ella saberlo esta maravilla y tantas cosas más, y que tras tantos años y páginas amarillentas y todavía sin ella saberlo sigue enseñándome desde la distancia, todavía sigue siendo mi profesora.

El Puerto de Santa María, a 23 de Abril de 2008.

1 comentario:

Maga dijo...

El día del libro como el símbolo de la magia que entregan a dario esos elementos aparentemente estáticos, apilados en estantes...
Me agradan tus descripciones y amo aquel fragmento.
Saludos...